José Marchena y Ruiz de Cueto
Escritor y polÃtico español
José Marchena y Ruiz de Cueto nació el 18 de noviembre de 1768 en Utrera, Sevilla.
Recibió las órdenes menores sin llegar a ser clérigo, licenciándose posteriormente en Derecho.
Debido a su participación en una conspiración republicana, fue condenado por la Inquisición, teniendo que refugiarse en Francia en 1792.
Afiliado al partido de los girondinos, fue perseguido por Robespierre, por lo que estuvo en prisión hasta el año 1794.
Bajo el amparo del monarca José I, fue nombrado director de la Gaceta de Madrid y archivero del Ministerio del Interior hasta su caÃda (1813), fecha en que regresó a Francia.
Tradujo obras de Voltaire, Molière y Rousseau.
Regresó a Madrid en 1820, donde vivió en la miseria hasta su muerte el 31 de enero de 1821.
EPISTOLA DE ABAELARDO A HELOISA
¡Oh vida, oh vanidad, oh error, oh nada!
¿Qué me quieres, bellÃsima HeloÃsa?
¿Por qué tu voz se escucha en esta tumba,
morada eterna de pavor y muerte?
De un Dios celoso los preceptos duros
tan sólo aquà se siguen, de natura
las suavÃsimas leyes olvidando;
amar es un delito. SÃ, HeloÃsa;
Dios veda que te adore a tu Abaelardo
y sople el fuego que en tu amor le inflama,
el fuego que discurre por mis venas,
que mi triste corazón abrasa.
¡Terrible suerte! mis verdugos crudos
mis órganos helaron, y la ardiente
llama que el alma mÃsera devora
no encuentra desahogo. Me consumo
en rabiosos esfuerzos impotentes,
los cielos y la tierra detestando.
Eterno Ser, cuyos milagros canta
el vulgo ciego ante el altar postrado,
del engaño riendo el sacerdote,
¿quieres verme rendido ante tus aras?
Vuélveme el sexo, y canto tus grandezas.
Melancólico libro, que dictado
fuiste sin duda por un alma triste,
Biblia, que haces de Dios un cruel tirano,
tú serás mi lectura eternamente.
¡Oh, cómo me complaces cuando pintas
los hombres y animales fluctuantes
en el abismo inmenso de las aguas
clamar en balde por favor al Cielo,
y la vida exhalar en mortal ansia!
Todo el linaje humano, reprobado
por el leve delito de uno solo,
me muestras arrastrando sus cadenas,
y condenado a enfermedad y muerte.
Mi gozo es retratarme estas ideas.
La desesperación fundó los claustros;
ella aquà me ha arrojado. Yo detesto
de los hombres, de Dios, y de mà mismo;
de HeloÃsa también: sÃ, de HeloÃsa.
Yo fragüé tus cadenas, yo tus votos
te forcé a pronunciar, yo te he arrancado
del mundo que adornaba tu hermosura.
Odia, abomina este execrable monstruo,
que marchitó la más lozana rosa,
y en capullo cortó la flor más bella.
La desesperación ante mi lecho
hace la ronda, y en mi pecho anida
la mortal rabia; a mis cansados ojos
jamás se asoma el llanto, Di, HeloÃsa,
si reconoces tu infeliz amante
en tan fatal estado. Fueron tiempos
en que enjugaba compasivo el lloro
del triste que aliviaba en sus desdichas.
¡Cuántas veces mis lágrimas regaron
tus mejillas, la suerte lamentando
del que la desventura perseguÃa!
La dulce compasión ya no se alberga
en este corazón, más que la roca
por el sumo dolor empedernido,
y hasta el consuelo de llorar me quita
la bárbara y cruel naturaleza.
Los celos y la envidia macilenta
son las pasiones que mi pecho ocupan,
y hasta del Dios que sirves tengo celos.
Cuando imagino que en el templo augusto
a Dios das un amor que a mà me debes,
execrando sus leyes sacrosantas,
el rival me declaro del Eterno.
El mundo todo contra mà conspira,
y todo me aborrece mortalmente;
yo vuelvo mal por mal, guerra por guerra.
Los monjes que sujeta a mis preceptos
la vil superstición y el fanatismo
son con cetro de hierro gobernados;
todos ven en su abad a un enemigo.
La penitencia austera, amargo fruto
de desesperación que el pueblo mira
cual dádiva de Dios, y que los Cielos
airados en su cólera reparten,
en mi semblante mustio se retrata.
Ceñido de cilicios, soy yo propio
el más crudo enemigo de mà mismo,
sufro mil tormentos que me impongo.
Debajo de mis plantas miro abierto
un abismo de penas y de horrores,
y la muerte afilando su guadaña
amenazan su tremendo golpe.
Hiere; y descenderé tranquilamente
a la mansión eterna del espanto.
¿Del tirano que rige a los mortales
la rabia omnipotente puede acaso
castigarme con penas más horribles?
Allà yo te veré, veré a HeloÃsa,
aumentará tu vista mi tormento,
tu vista que otro tiempo fue mi gloria.
Mi corazón se oprime; no me es dado
contemplar a mi amada en la desdicha.
Jehováh, que de contino en balde imploro,
si vÃctima tu saña necesita,
descarga sobre mÃ: ve aquà mi cuello.
Tú, amada, vuelve al mundo que dejaste;
ve, torna a las pasadas alegrÃas,
de un esqueleto olvida las memorias,
vil juguete de Dios y de los hombres.
Si quieres ser feliz huye del claustro;
renuncia de los votos imprudentes
que no pudiste hacer; rompe tus grillos.
El hombre jamás pierde sus derechos;
cobrar la libertad es siempre justo.
Dios eterno, perdona mis delirios.
Tú me has hecho apurar hasta las heces
el cáliz del dolor y la ignominia;
¿y querrás que mi grito no resuene
y que sufra en silencio el crudo azote?
¡Oh, cuán tremendo es Dios en sus venganzas,
si no permite al infeliz ni el llanto!
¡Oh tú que en otros tiempos animaste
este cadáver que ante mà contino
retrata los horrores de la muerte,
espÃritu que habitas las regiones
por siempre impenetrables a los vivos,
ilumina a un mortal extraviado
que confusión y escuridad rodea!
¿Qué orden nuevo de cosas nos aguarda
en el reino espantoso de los muertos?
¿La miseria, el dolor, persiguen siempre
a los humanos tristes, y se ceban
en las cenizas yertas del difunto?
¿o es la huesa el camino de la dicha?
¿o más bien todo con la vida acaba?
Perseguido de ideas funerales,
la muerte miro como un trance horrible
que me ha de conducir a nuevas penas.
A veces en mis sueños me figuro
que, conducido por un caos inmenso,
soy presentado al trono del Muy Alto,
y el resplandor que en torno le rodea
me hace caer a tierra deslumbrado;
que me levanta el rayo fulminante,
y que el ángel tremendo de la muerte
la senda del Averno me señala,
y en la región del luto soy sumido,
condenado a tormentos sempiternos,
do son perpetuamente los humanos
vÃctima de las iras implacables
de un tirano cruel y omnipotente.
Despavorido me despierto, al Cielo,
a ese Cielo de bronce, alzando en balde
mis ayes doloridos y profundos.
¡Jesús, santo Jesús!, tú que quisiste
morir crucificado entre ladrones;
mártir de la virtud, que el vulgo adora
como deidad, y que venera el sabio
como el más santo y justo de los hombres;
que contemplando el orden de los seres
admiras el gran todo, y las flaquezas
del humano linaje compadeces,
que evitó siempre tu virtud severa;
si las preces del justo pueden algo
con ese Dios que tú anunciaste al mundo,
suplÃcale que alivie mis quebrantos;
la desesperación que despedaza
mi corazón, que desvanezca luego
un rayo de su gracia poderosa.
¿En qué pudo ofenderle un desdichado
que amaba la virtud, que asà le priva
de gozar por jamás algún contento?
Aparta ya, gran Dios, de mà tu soplo,
súmeme de una vez en el sepulcro,
y corta el hilo de tan triste vida.
Vosotros, monjes, que he mortificado
hasta haceros la vida detestable,
¿no tomáis la venganza? ¿qué os detiene?,
¿o queréis que respire en mi despecho?
Vosotros, que el silencio de las celdas,
la soledad medrosa de los claustros
y el lúgubre pavor del cementerio
excita a los proyectos más atroces,
espÃritus crueles que endurece
contra la humanidad la penitencia:
vosotros, que encendisteis las hogueras
del fanatismo y el puñal agudo
clavasteis en el pecho del hereje,
que convertÃs a Dios a sangre y fuego,
apurad contra mà vuestros horrores.
¿Qué pena da a los monjes un delito?
¿Son éstos, HeloÃsa, de tu amante
los süaves coloquios? ¿Dó se fueron
las deliciosas noches ¡ay! pasadas
en brazos del placer, cuando HeloÃsa
templaba con sus besos amorosos
el ardor de mi llama? ¡Suerte horrible!
Del deleite supremo el dulce cáliz
me dio a gustar natura, porque sienta
el valor infinito de la dicha
y el peso del dolor intolerable
que para siempre morará conmigo.
Ya no invoco la muerte, que huye lejos
del mÃsero que vive en los ultrajes.
Ni el cuchillo cruel de mis verdugos
ni mis suplicios, ni mi austera vida,
ni mi ayuno continuo, ni mis duelos,
nada basta a arrojarme en la frÃa tumba.
Las sombras pavorosas de los muertos
rondan en derredor de mà contino,
y a habitar me convidan sus mansiones;
en balde; que el destino aborrecido
me tiene fijo a la enemiga tierra,
y huye la muerte cuando yo la toco.
¡Oh Señor! ¿para cuándo señalaste
el término a mis dÃas tan ansiado?
¿Me has de dejar sufrir eternamente?
¿quieres que publique tus loores
de la horrible desgracia perseguido?
Quebranta las cadenas que sujetan
mi cuello a la pasión; libre me hiciste,
tórname en libertad, tu don conserva.
Amada, oyó mis votos el Eterno.
La dulce calma vuelve a mis sentidos.
Ya va a herirme la muerte, y ya el descanso
de mis fatigas acercarse miro.
En el seno de un Dios, de un padre amante
de sus criaturas, las delicias todas
me aguardan de consuno; que en tus brazos
solamente gusté su vana sombra.
Aquà de los humanos los delirios
desparecen por siempre; un Dios piadoso
perdona a los errores invencibles
que graba la crianza en nuestras almas.
Felicidad y dicha inalterable
habitan las regiones fortunadas,
que de monstruos horrendos puebla el hombre.
Aquà nos hallaremos, HeloÃsa,
nuestras almas con amor más tierno
se estrecharán en lazo indisoluble.
Vive feliz, y piensa en tu Abaelardo;
tu amor causó sus glorias y sus penas,
y ni en la postrer hora te ha olvidado.